Un texto íntegro de algún
capítulo o extracto de algún libro a libre elección por parte del alumno y con
extensión mínima de 3 páginas máximo 6, en donde se identifiquen 20 ejemplos lo
siguiente:
1. Sustantivos. rojo
2. Adjetivos. azul
3. Adverbios. verde
4. Preposiciones. morado
5. Conjunciones. amarillo
6. Pronombres. naranja
7. Verbos. celeste
8. Uso correcto de la “b”, “v”,
“ll”,” y”, ”s”, ”c”, ”z” y “h”. rosa
Fragmento del libro “El chico sin
nombre”
(página 108-111)
Al llegar a
su apartamento, se puso ropa deportiva y salió a correr por las calles
de la colonia Monte Olivo, el barrio clasemediero donde
habitaba. Sorteó perros,
gente, coches. La ciudad estaba muy agitada. Eran las diez de
la noche.
José León sentía
una singular fascinación
por ver las casas que
tenían las luces apagadas. A veces se detenía y contemplaba sus fachadas y se quedaba varios minutos observándolas discretamente
para no despertar sospechas en nadie. Sentía que las casas eran como las personas: podías conocerlas por
fuera, pero jamás sabrías todas las anomalías y desviaciones que las habitan. Reconocía que
era un pensamiento muy elemental, pero tampoco pretendía que por sus
reflexiones la Real Academia Sueca le diera un premio de Filosofía.
En algunas ocasiones, luego de
observarlas, José León tocaba el timbre un
par de veces y aguardaba. Sabía que nadie le abriría. Sin
embargo, le estimulaba
pensar que el ruido del timbre pudiera remover las cosas que se escondían en la
densa oscuridad de esas construcciones: sus memorias, sus vigilantes
espectrales, sus ecos y murmullos.
En todos sus años en el SSN había visto la fachada de tanta gente con el interés por lo que la oscuridad de sus interiores estuviera ocultando. En
ocasiones, dentro de personas civilizadas y domesticadas había verdaderas bestias capaces de atrocidades inimaginables. José
León había llegado a pensar que sería más
útil para los elementos de la corporación realizar estudios
en veterinaria y no
en psicología. Es que tratamos con animales todos los días, se decía.
Esa noche se detuvo en la esquina de San Pio y Providencia. Miró una casona blanca muy bien cuidada. La fachada estaba dominada por tres ventanas
con delgadas persianas color hueso en el segundo nivel. Estaba a oscuras. La casa no estaba abandonada, simplemente era evidente que no había nadie dentro. El agente jadeaba por el
ejercicio, ya llevaba
quince minutos corriendo cuando paró a ver la casona. Tenía la piel
caliente y por los
poros de la piel le salían gruesas gotas de sudor. Decidió cruzar la calle.
Miró a sus costados. No
había nadie cerca a quien pudiera parecerle extraña su actividad. Así que tocó
el timbre. El agente pudo escuchar el sonido abrirse paso por los pasillos y las habitaciones vacías.
Y esperó a que
nadie le abriera.
En eso, Álex llegó
a su mente. Sí. Algo en él lo intrigaba. El agente
había deseado conocerlo desde el día que supo que era él quien estaba
metiendo las narices en los archivos clasificados del Sistema de Seguridad Nacional.
Había recurrido a un pequeño y discreto operativo para vigilarlo durante
un par de meses. Asumió los riesgos de que el equipo de seguridad de los Sanders
Basauri lo descubriera. Pese a que el propósito de su hackeo era muy evidente (enterarse cómo iban las cosas con la investigación de su hermano
extraviado), el agente quería saber más sobre el
muchacho: su desempeño
académico, los lugares que frecuentaba, si tomaba drogas,
sus afinidades políticas, pasatiempos, si estaba afiliado
a un grupo político reaccionario, lo que fuera. Al final, los reportes que
recibió de parte de sus subordinados
lo retrataban como un
chico de bajo perfil,
aburrido e insociable, que nada más iba a la escuela y regresaba a casa, donde se la pasaba la mayor
parte del tiempo recluido en su habitación. Nada que representara una amenaza
real e inminente para
la seguridad nacional. En esta línea, y utilizando la alegoría del agente, Alex era una casa como cualquier otra con una fachada baladí, pero con insondables
misterios en su interior. El
agente insistía en que había algo más en
él, cosa que comprobó en la mañana cuando fue a visitarlo. Al verlo pudo
entender por qué Álex era un chico solitario
e impopular. La
razón, según la percepción del agente, era que
Álex resultaba demasiado incómodo para sus amigos. Y no porque se metiera con ellos. Sino
porque con su biografía
Alex trastocaba la perfecta
y arrobadora juventud sin responsabilidades en la que vivían muchos
de sus amigos del Instituto Cowell. Con tan sólo verlo, el agente pudo darse cuenta de la intensidad con la
que el chico sentía su propio
dolor, pero sobre
todo. de la apabullante certeza que poseía de que podía desaparecer de
esta vida, como su hermano. Y a una persona con esas
características nadie la quiere tener cerca, menos cuando se es joven. El agente supuso que Álex
estaba atravesando por una adolescencia bastante difícil y se sintió mal por él.
José León tocó de
nuevo el timbre, sólo porque
sí.
Ninguna luz se encendió.
De pronto, se escuchó el sonido del
interruptor de la puerta de la verja y ésta se abrió
automáticamente, emitiendo un rechinido largo y tenebroso.
José León no supo qué hacer. Jamás le
había ocurrido que le abrieran la puerta de una
casa en la que creía no había nadie. Jamás.
La puerta de
entrada se mantuvo entornada, invitándolo a
entrar, pero el agente se mantuvo
congelado, alerta.
Rápidamente echó un vistazo para ver si alguna luz se había encendido. Pero no. La casona estaba a oscuras.
Entonces, algo hizo que retrocediera un
paso del susto. Desde una de las ventanas de la segunda planta, había una sombra detrás de la cortina mirándolo
fijamente.
Una persona lo observaba, sin moverse y
sin haber encendido la luz de la habitación.
Él, que había presenciado los crímenes
más crueles, inhumanos y degradantes, dio un brinquito hacia atrás del miedo ante
algo que no tenía facciones claras.
José León tuvo la sensación de que esa sombra no
había aparecido después de que él llamara a
la puerta. Por la impasibilidad de esa figura difusa detrás de la cortina, el agente creyó que
estaba siendo observado desde antes de que cruzara la calle,
como si lo hubiera
estado esperando. Esa idea lo hizo tragar saliva.
El agente no cruzó el umbral. Lo que hizo fue retroceder hacia la calle.
Caminaba distraído cuando unas luces lo alumbraron y
escuchó el fuerte sonido de la bocina de un coche y el de unas llantas amarrándose
violentamente al
asfalto. El agente
estuvo a centímetros de haber sido atropellado. Fue entonces cuando volvió en
sí. Se disculpó con el conductor haciendo un gesto y llegó
hasta la otra esquina.
El coche arrancó a gran velocidad. El conductor le gritó un insultó.
El agente estaba
hiperventilado.
Y antes de reanudar
su ejercicio echó un vistazo a la
casona de la esquina: la sombra seguía mirándolo sin
moverse detrás de la fina cortina, aguardando a
que entrara.
José León corrió en la dirección contraria.
Lo único que nos queda es pedirle a Dios.
Ese pensamiento le vino a la cabeza tan
pronto abrió la puerta de su
apartamento.
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