Fragmento del libro “El chico sin nombre”
(página 108-111)
Al llegar a su apartamento, se puso ropa deportiva y salió a correr por las calles de la colonia Monte Olivo, el barrio clasemediero donde habitaba. Sorteó perros, gente, coches. La ciudad estaba muy agitada. Eran las diez de la noche.
José León sentía una singular fascinación por ver las casas que tenían las luces apagadas. A veces se detenía y contemplaba sus fachadas y se quedaba varios minutos observándolas discretamente para no despertar sospechas en nadie. Sentía que las casas eran como las personas: podías conocerlas por fuera, pero jamás sabrías todas las anomalías y desviaciones que las habitan. Reconocía que era un pensamiento muy elemental, pero tampoco pretendía que por sus reflexiones la Real Academia Sueca le diera un premio de Filosofía.
En algunas ocasiones, luego de observarlas, José León tocaba el timbre un par de veces y aguardaba. Sabía que nadie le abriría. Sin embargo, le estimulaba pensar que el ruido del timbre pudiera remover las cosas que se escondían en la densa oscuridad de esas construcciones: sus memorias, sus vigilantes espectrales, sus ecos y murmullos.
En todos sus años en el SSN había visto la fachada de tanta gente con el interés por lo que la oscuridad de sus interiores estuviera ocultando. En ocasiones, dentro de personas civilizadas y domesticadas había verdaderas bestias capaces de atrocidades inimaginables. José León había llegado a pensar que sería más útil para los elementos de la corporación realizar estudios en veterinaria y no en psicología. Es que tratamos con animales todos los días, se decía.
Esa noche se detuvo en la esquina de San Pio y Providencia. Miró una casona blanca muy bien cuidada. La fachada estaba dominada por tres ventanas con delgadas persianas color hueso en el segundo nivel. Estaba a oscuras. La casa no estaba abandonada, simplemente era evidente que no había nadie dentro. El agente jadeaba por el ejercicio, ya llevaba quince minutos corriendo cuando paró a ver la casona. Tenía la piel caliente y por los poros de la piel le salían gruesas gotas de sudor. Decidió cruzar la calle.
Miró a sus costados. No había nadie cerca a quien pudiera parecerle extraña su actividad. Así que tocó el timbre. El agente pudo escuchar el sonido abrirse paso por los pasillos y las habitaciones vacías.
Y esperó a que nadie le abriera.
En eso, Álex llegó a su mente. Sí. Algo en él lo intrigaba. El agente había deseado conocerlo desde el día que supo que era él quien estaba metiendo las narices en los archivos clasificados del Sistema de Seguridad Nacional. Había recurrido a un pequeño y discreto operativo para vigilarlo durante un par de meses. Asumió los riesgos de que el equipo de seguridad de los Sanders Basauri lo descubriera. Pese a que el propósito de su hackeo era muy evidente (enterarse cómo iban las cosas con la investigación de su hermano extraviado), el agente quería saber más sobre el muchacho: su desempeño académico, los lugares que frecuentaba, si tomaba drogas, sus afinidades políticas, pasatiempos, si estaba afiliado a un grupo político reaccionario, lo que fuera. Al final, los reportes que recibió de parte de sus subordinados lo retrataban como un chico de bajo perfil, aburrido e insociable, que nada más iba a la escuela y regresaba a casa, donde se la pasaba la mayor parte del tiempo recluido en su habitación. Nada que representara una amenaza real e inminente para la seguridad nacional. En esta línea, y utilizando la alegoría del agente, Alex era una casa como cualquier otra con una fachada baladí, pero con insondables misterios en su interior. El agente insistía en que había algo más en él, cosa que comprobó en la mañana cuando fue a visitarlo. Al verlo pudo entender por qué Álex era un chico solitario e impopular. La razón, según la percepción del agente, era que Álex resultaba demasiado incómodo para sus amigos. Y no porque se metiera con ellos. Sino porque con su biografía Alex trastocaba la perfecta y arrobadora juventud sin responsabilidades en la que vivían muchos de sus amigos del Instituto Cowell. Con tan sólo verlo, el agente pudo darse cuenta de la intensidad con la que el chico sentía su propio dolor, pero sobre todo. de la apabullante certeza que poseía de que podía desaparecer de esta vida, como su hermano. Y a una persona con esas características nadie la quiere tener cerca, menos cuando se es joven. El agente supuso que Álex estaba atravesando por una adolescencia bastante difícil y se sintió mal por él.
José León tocó de nuevo el timbre, sólo porque sí.
Ninguna luz se encendió.
De pronto, se escuchó el sonido del interruptor de la puerta de la verja y ésta se abrió automáticamente, emitiendo un rechinido largo y tenebroso.
José León no supo qué hacer. Jamás le había ocurrido que le abrieran la puerta de una casa en la que creía no había nadie. Jamás.
La puerta de entrada se mantuvo entornada, invitándolo a entrar, pero el agente se mantuvo congelado, alerta.
Rápidamente echó un vistazo para ver si alguna luz se había encendido. Pero no. La casona estaba a oscuras.
Entonces, algo hizo que retrocediera un paso del susto. Desde una de las ventanas de la segunda planta, había una sombra detrás de la cortina mirándolo fijamente.
Una persona lo observaba, sin moverse y sin haber encendido la luz de la habitación.
Él, que había presenciado los crímenes más crueles, inhumanos y degradantes, dio un brinquito hacia atrás del miedo ante algo que no tenía facciones claras.
José León tuvo la sensación de que esa sombra no había aparecido después de que él llamara a la puerta. Por la impasibilidad de esa figura difusa detrás de la cortina, el agente creyó que estaba siendo observado desde antes de que cruzara la calle, como si lo hubiera estado esperando. Esa idea lo hizo tragar saliva.
El agente no cruzó el umbral. Lo que hizo fue retroceder hacia la calle.
Caminaba distraído cuando unas luces lo alumbraron y escuchó el fuerte sonido de la bocina de un coche y el de unas llantas amarrándose violentamente al asfalto. El agente estuvo a centímetros de haber sido atropellado. Fue entonces cuando volvió en sí. Se disculpó con el conductor haciendo un gesto y llegó hasta la otra esquina.
El coche arrancó a gran velocidad. El conductor le gritó un insultó.
El agente estaba hiperventilado.
Y antes de reanudar su ejercicio echó un vistazo a la casona de la esquina: la sombra seguía mirándolo sin moverse detrás de la fina cortina, aguardando a que entrara.
José León corrió en la dirección contraria.
Lo único que nos queda es pedirle a Dios.
Ese pensamiento le vino a la cabeza tan pronto abrió la puerta de su apartamento.
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